Los explotadores

En una semana han muerto dos grandes factótums del establishment patrio. Uno de ellos, Emilio Botín, hijo y nieto de banqueros, convirtió un banco provincial en la entidad comercial más grande de Europa, y en uno de los diez principales bancos del mundo. Otro de ellos, Isidoro Álvarez, heredó unos grandes almacenes y los convirtió en el mayor empleador de España. Estas empresas no habrían sido nada si no hubiesen contado con el apoyo de sus clientes. Si un ciudadano no hubiese confiado en la Supercuenta de Botín -ofrecía un interés del 11%- probablemente hoy el Santander seguiría siendo un banquito de la bonita ciudad de Santander. Si los clientes no hubiesen confiado en la calidad y la seriedad de El Corte Inglés -si no está satisfecho, le devolvemos su dinero, ya es primavera en El Corte Inglés- hoy seguiría siendo una cadena carpetovetónica fundada por un indiano que exportó el modelo cubano de grandes almacenes a España. Estos dos empresarios poseen algo en común: heredaron sus imperios. Pero podrían haberlos hundido, o peor, haberlos vendido. Se convirtieron, a base de inteligencia, trabajo duro, trabajadores sacrificados y esfuerzo, en dos poderes fácticos de la España postfranquista. Cometieron tropelías -a Botín lo pillaron con dinero en Suiza, nosotros nos ahorramos el IVA- y vivieron con la sospecha de explotación a sus trabajadores. Los poderes fácticos no se aúpan por sí solos, sino por la fuerza de los hechos. Si no tienes clientes, por mucho que el Estado te aúpe, tarde o temprano te metes una hostia comparable a la cantidad de pasta que te han inyectado. Invito a todos aquellos que hoy sueltan espumarajos por la boca sobre estos dos empresarios ejemplares -no porque sus vidas sirvan de ejemplo, sino porque son dos ejemplos de la España que salió del atolladero- que lean, lean un poco de cómo convirtieron pequeños negocios en grandes poderes fácticos. Y que saquen su dinero del Santander y dejen de comprar Aliada.

No cayeron unas torres

Que cayesen un par de colosos de hierro y hormigón fue lo de menos. Que dos aviones se estrellasen contra un símbolo de la civilización solo fue el principio. Aquel día, a las 3 de la tarde hora española, 9 de la mañana hora estadounidense, comenzaba el principio del fin de la civilización occidental. La que ha acogido emigrantes de todo el mundo. La que permite que cualquiera hoy pueda decir libremente que Occidente nos oprime y termina con nuestra identidad. La que ha liderado el crecimiento económico y cultural del mundo. La que ha extendido sus lenguas -inglés, francés, español, portugués-. La que ha renunciado a su religión por el progreso tecnológico, habiéndose dejado por el camino su moral. Es normal que, con este historial, Occidente solo genere rechazo en el resto del mundo; al fin y al cabo somos los únicos que nos gobernamos en relativa libertad. El único lugar del mundo donde la mujer está en igualdad de condiciones al hombre, el único lugar donde se puede insultar al gobierno o expresar nuestra opinión, el único lugar donde el Estado se preocupa -relativamente- de sus ciudadanos, donde lo que pensamos o votamos cuenta. Y sí, es normal que haya gente que nos odie por ello. Otros están acostumbrados a vestir a sus mujeres de arriba a abajo para que otros no las miren. Yo me siento orgulloso de Occidente. Por eso todos nos quieren ver en el fango. A pesar de que hemos hecho cosas horribles, nuestra civilización es educada, gloriosa, libre e independiente. Démosle dientes a nuestros enemigos; eso es lo que obtendrán tratando de destruirnos. Hace 13 años, nos apuñalaron en la capital de nuestra civilización, la eterna Nueva York. Cuatro años después, volaron los trenes de la puerta de América Latina y la del mundo anglosajón. Y hoy, cortan cabezas a periodistas. Pero ellos continúan viviendo como en la Edad Media mientras que nosotros tratamos de salir de la peor depresión económica que hemos conocido en la historia del capitalismo. Viva Occidente, y mientras yo tenga memoria, no habrá 11 de septiembre que no se recuerde. No habrá infamia que no quede impune.

El drama millennial

Ser millennial es sentir que no vales para nada. Es salir de la carrera y sentirte tan perdido como un amnésico en medio de un centro comercial. Es ver a la gente de tu alrededor, diciendo que cada un año, dos, ha saltado de puesto de trabajo en puesto de trabajo como quien va de casilla del parchís en casilla. Es comprender que no puedes hacer planes. Es comprender que, a pesar de que estamos rodeados de tecnologías, de que cada vez el mundo es más pequeño, la única salida es la exterior. Ser millennial es haber estado ajeno a esta realidad durante 20 años. Ahora, todo son cifras. 50% de desempleo juvenil. Un millón de españoles fuera, 300.000 de ellos, entre 22 y 28 años. Encadenado de contratos en prácticas. Incapacidad de salir de casa de tus padres. Condenados a competir contra un mercado implacable que no tiene piedad. El reloj hace tic tac y tú sigues sin saber qué hacer. Haces una oposición o te vas fuera, te vas a Londres sin saber inglés y haciendo «pruebas» lavando platos. No tienes experiencia, no te cogen. Tienes demasiada experiencia, no te cogen. Mientras, te levantas a las 11 de la mañana preguntándote si por esto hemos pasado todos, o es una pesadilla o una broma de mal gusto. ¿A quién culpas? ¿A los mercados? ¿A los políticos? No hemos vivido una guerra. No hemos pasado hambre. Todos nos acordamos del 11 de septiembre. Los millennials, condenados a vivir en casa de sus padres hasta los 30 años, ajenos a la realidad que les habían ocultado hasta el día que salieron de la carrera. Solo nos queda una cosa. Al menos, no tenemos que saltar una valla con nuestras propias manos, ni recorrer 2.500 km para que te apaleen los policías marroquíes, ni tenemos que dejar nuestro hogar detrás porque unos hombres quieren convertirme al Islam, ni tenemos que vivir en tiendas de campaña, ni nada de eso. Nuestro drama, al lado de aquello, es una mierda. Es una mierda.

El drama millennial

Ser millennial es sentir que no vales para nada. Es salir de la carrera y sentirte tan perdido como un amnésico en medio de un centro comercial. Es ver a la gente de tu alrededor, diciendo que cada un año, dos, ha saltado de puesto de trabajo en puesto de trabajo como quien va de casilla del parchís en casilla. Es comprender que no puedes hacer planes. Es comprender que, a pesar de que estamos rodeados de tecnologías, de que cada vez el mundo es más pequeño, la única salida es la exterior. Ser millennial es haber estado ajeno a esta realidad durante 20 años. Ahora, todo son cifras. 50% de desempleo juvenil. Un millón de españoles fuera, 300.000 de ellos, entre 22 y 28 años. Encadenado de contratos en prácticas. Incapacidad de salir de casa de tus padres. Condenados a competir contra un mercado implacable que no tiene piedad. El reloj hace tic tac y tú sigues sin saber qué hacer. Haces una oposición o te vas fuera, te vas a Londres sin saber inglés y haciendo «pruebas» lavando platos. No tienes experiencia, no te cogen. Tienes demasiada experiencia, no te cogen. Mientras, te levantas a las 11 de la mañana preguntándote si por esto hemos pasado todos, o es una pesadilla o una broma de mal gusto. ¿A quién culpas? ¿A los mercados? ¿A los políticos? No hemos vivido una guerra. No hemos pasado hambre. Todos nos acordamos del 11 de septiembre. Los millennials, condenados a vivir en casa de sus padres hasta los 30 años, ajenos a la realidad que les habían ocultado hasta el día que salieron de la carrera. Solo nos queda una cosa. Al menos, no tenemos que saltar una valla con nuestras propias manos, ni recorrer 2.500 km para que te apaleen los policías marroquíes, ni tenemos que dejar nuestro hogar detrás porque unos hombres quieren convertirme al Islam, ni tenemos que vivir en tiendas de campaña, ni nada de eso. Nuestro drama, al lado de aquello, es una mierda. Es una mierda.

Pedro Sánchez, el líder sin liderazgo

Pedro Sánchez será muy guapo, todo lo que queráis, de esas cosas no entiendo y me parece que deberían estar fuera de la política, pero no es un líder. A pesar de su angelical apariencia, no es un buen político. Ha pasado de ser un perfecto desconocido a ser el escogido por el aparato de su partido. ¿Razones? Él es el que liderará el cambio del PSOE del «socialismo» al «socioliberalismo», aunque el PSOE era socioliberal, por supuesto. El socioliberalismo existe desde que la Thatcher obligó a sus contrincantes a aceptar sus reglas del juego, y si querían competir contra ella, debían aceptar que el Estado tenía que ponerse de lado por defecto. Llevamos ya más de 7 años de crisis económica -y los que nos quedan- y por el momento, la respuesta de un PSOE descompuesto es aupar a un líder incapaz de aglutinar al electorado socialista, que huye a Podemos, que al menos le ofrece un líder que es como ellos; sencillo y pobre.

Mientras Pedro Sánchez prosigue con su particular insulsa interpretación del PSOE mientras allana el camino a Susanita, Podemos sigue obteniendo apoyos inusitados. Recientemente conocíamos que la clase alta vota Podemos. En este país si el verbo poder pudiese, votaría Podemos. Está claro que no se conforman solo con el Poder, sino con crear hegemonía. De momento, ya estamos hablando con sus categorías; casta, los de arriba, los de abajo, opresores, etc. Un PSOE que no se encuentra ni a sí mismo es más peligroso que el más reaccionario Partido Popular. Sánchez, apártate ya y déjale espacio a Susana Díaz. Entonces nos empezaremos a reír.